domingo, 29 de abril de 2012

Hablemos mejor

En el periodismo y en las redes sociales es común confundir los términos "vergonzoso" y "vergonzante". Vergonzoso es lo que inspira vergüenza. Vergonzante es quien siente vergüenza.

miércoles, 25 de abril de 2012

El hombre en busca de sentido

"Un día, poco después de nuestra liberación, yo paseaba por la campiña florida, camino del pueblo más próximo. Las alondras se elevaban hasta el cielo y yo podía oír sus gozosos cantos: no había nada más que la tierra y el cielo y el júbilo de las alondras, y la libertad del espacio. Me detuve, miré en derredor, después al cielo y finalmente caí de rodillas. En aquel momento yo sabía muy poco de mí o del mundo, solo tenía en la cabeza una frase, siempre la misma. : "Desde mi estrecha prisión llamé a mi Señor y él me contestó desde el espacio en libertad. No recuerdo cuánto permanecí allí, de rodillas, repitiendo una y otra vez mi jaculatoria. Pero yo sé que aquel día, en aquel momento, mi vida empezó otra vez. Fui avanzando, paso a paso, hasta volverme otra vez un ser humano".


(Viktor Frankl, psiquiatra, sobreviviente de un campo de concentracion durante la Segunda Guerra Mundial)

Obstinación

Una noche terminé de leer por segunda vez la novela de Manuel Mujica Láinez "La casa". Misteriosamente sentí que esa magnífica obra, ese retrato de una época y de una familia, de sus penas, alegrías y dolores, la magnificencia y belleza de un edificio irreemplazable, no podía terminar de esa manera. Y decidí que tendría, para mí, otro final. Me levanté y, como si alguien me lo dictara (¿Manucho arrepentido, quizás?) cometí la insolencia de elegir un destino diferente para "La casa", con el mismo lenguaje de su autor.








(Publicado en la revista literaria "Letras de Buenos Aires", que dirigía y editaba Victoria Pueyrredon). 



"Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día. Ahora mismo me arrancan los escalones de mármol, pulidos, que antes, al darles encima el sol a través de los cristales d la claraboya, se iluminaban como una boca joven que sonríe. Siento terribles dolores cuando los brutos esos andan por mis cuartos con sus hierros, golpeando las paredes. Dolor y vergüenza. Me avergüenzo de que me vean así, mugrienta, sórdida, de que todo el mundo me vea así desde la calle, con sólo asomarse al vestíbulo donde ya no hay puerta y a los boquetes abiertos bajo los balcones sin persianas".

("La Casa", Manuel Mujica Láinez) 



Yo, La Casa, he decidido no morir. En el últimos de mis estertores, doblegada de dolor a causa de la piqueta brutal que derrumba mis paredes, he convocado a Tristán y al Caballero para que juntos impulsemos esta resurrección. En mi lucidez de agonizante resolví no cejar en mi empeño por seguir viva. Ansío volver a cobijar seres animados, latientes. Tristán y el Caballero, mis fantasmas, moraron en mí durante décadas sin que entre nosotros existiera una verdadera comunicación. Me amaban, por eso se quedaron. Confiaban en que una vida ulterior les permitiría reencarnarse. Su transcurrir no ha sido feliz. Se han aburrido mucho. Dormían días, meses enteros. Por eso no pueden, como yo, dar testimonio de todo lo que aquí aconteció. Tristán era muy joven cuando se tronchó su existencia terrenal. Ha sido siempre un fantasma apegado e inquieto que no cesaba de preguntarse por qué su hermano Paco lo habría empujado al vacío desde el balcón aquella noche. ¿Quizá Paco lo deseaba espíritu? ¿O estaba jugando y pensó que él, Tristán, volaría como las aves? ¿Por qué no derramó lágrimas ante su cuerpo, frente al dolor inconsolable de su madre? Pobre Tristán, nunca tuvo noción de la locura de su hermano, jamás supo de alienación y demencia.
El Caballero, enigmático espectro, erguido en su elegancia de siglos pasados, está quizá más compenetrado de su condición fantasmal. Es más reflexivo, más leve que Tristán.
Respondieron de inmediato, con esperanza. Ellos también quieren vivir. Con su fuerza y con la mía unidas me atrincheré en mi último reducto, una pieza del sótano tan bien construida, con ladrillos tan sólidos y bien amalgamados que mis verdugos, piqueta en mano, no consiguieron demoler. En medio del clamor por mis terribles dolores, exhorté a Tristán y al Caballero a resistir en este confín helado y maloliente lleno de ratas y de desperdicios que me avergonzaron durante estos años de abandono. Con el aliento de ellos dos, endurecí mis tendones de cemento y comprimí mis nervaduras de hierro en un angustioso y desesperado intento por no capitular. Tristán, mi niño predilecto, el habitante más bello que jamás moró en mí, espesó su apariencia casi neblinosa, rechinó los dientes jóvenes con rabia de rebelde y apoyó sus puños sobre la pared húmeda de mi último vestigio. El Caballero miró alrededor y tendió los brazos como si quisiera también apuntalar. Hablamos. Por primera vez hablamos como amigos, supe de sus angustias, de su resignación, de su miedo de no volver a reencarnarse.
--Cuatro siglos llevo en este estadodijo el Caballero, y me sorprendió su voz profunda--. Cuatro siglos. Yo era escribiente del Adelantado. En este lugar hubo una habitación humilde, de adobe y paja, donde amé a una mujer india. Eran los tiempos fundacionales. Ella parió a mi hijo en medio de fortísimos dolores, durante una noche tempestuosa. El niño no sobrevivió. Ella tampoco. Corrí desesperado a buscar ayuda pero la fuerza de la tormenta era tal que me enceguecí y caí en un zanjón lleno de agua, un hueco horrible que me atrapó para ahogarme. Me convertí en espíritu y desde entonces he rondado este lugar. Vi crecer generaciones, vi perecer soldados de distinto color y de distinta piel. Asistí al crecimiento de esta ciudad recostada sobre un río por el que llegué un día a bordo de una nave que ostentaba la bandera de una poderosa nación: España, mi España natal. Jamás volví. Los lazos que aquí anudé me ataron fuertemente. Nunca quise abandonar este espacio donde debió vivir mi hijo y donde reposan sus huesos, sus pequeñitos huesos que no conocieron el goce de existir. Después, mucho después, creció usted, La Casa. Observé asombrado las medidas extensas de los planos que los arquitectos de levita oscura adaptaron a este terreno y me dije: en esta enorme mansión va a haber niños, si no, ¿para qué tantas habitaciones? Aquí me quedaré para ver crecer a esos niños más afortunados que el mío. Y así fue. Viy usted también vioparir a Clara y esponjarse de orgullo a don Francisco el senador; asistimos al nacimiento de Paco, Gustavo, Tristán y Benjamín. Fuimos testigos de sus vidas atribuladas, de sus escasas alegrías. Me decepcionaron. Sólo Tristán, mi compañero Tristán, con su muerte temprana, permaneció incólume en su pureza, en su ignorancia ideal. Aquí está. Aquí nos hemos quedado.
Yo escuchaba absorta las palabras del Caballero. Nunca imaginé tan triste historia. Él siempre mantuvo una sonrisa tenue durante los largos años en que me acompañó. La fuerza de su deseo me infundió más ímpetu. Tristán también habló.
--Somos la savia de esta casa. Mi familia la construyó, la vivió, la hizo perdurar. A pesar de las tristezas, los odios y las pasiones que aquí ocurrieron, debemos permanecer para memoria del futuro. Porque en cada resquicio, en el aire cambiante y voluble que nos rodea, existe la memoria de las cosas idas. Hay huellas, señales inmanentes que en la nueva construcción imprimirán la historia de lo que pasó. Alguien tiene que mantener encendida esa antorcha. Luchemos. Démonos la mano los tres. En los cimientos nuevos inyectaremos el espíritu de los que pasaron.
Transida de emoción, yo lo escuchaba. Un sordo repiquetear de pasos nos sobresaltó. Voces chillonas hablaban de espacio y de metros. Eran los alarifes. Se llamaron unos a otros. Midieron y discutieron. Después de largos cabildeos y de una vigilia interminable, una voz de mando sentenció: "Puede quedar. Para qué vamos a demoler ese sótano tan sólido que, al fin y al cabo, puede albergar la bomba de agua".
El Caballero y Tristán lanzaron un grito de alegría. Alargaron sus manos y acariciaron mis pobres paredes deterioradas, este residuo empecinado de mi antigua envergadura. Lloramos de júbilo los tres. Ya no existen ni mis bellas pinturas italianas ni mis balcones graciosos y elegantes. Hace mucho que murió la esbelta palmera del jardín. Se remataron los muebles firmados que me adornaban, los tapices de Beauvais, las estatuas de mármol, la platería. Quién sabe adónde habrán ido a parar los exóticos muebles del cuarto japonés de Clara, mi dueña, mi loca y radiante patrona. No nos lamentaremos más por todo lo perdido. Después de la piqueta, manos amistosas levantarán, ladrillo a ladrillo, una nueva construcción. Otras vidas anidarán en mí. Como brotes de septiembre nacerán nuevos ámbitos, estallarán risas y caerán lágrimas. Todo recomienza. Siento ya el hálito del cemento fresco en mis entrañas. Tristán, no te alejes de mí ni un instante. Y tú, mi Caballero pálido y misterioso, dame la mano. Somos el futuro y el pasado. Una luz esperanzada nos alumbra.

Han empezado a construirme. Toneladas de encofrados se elevan sin cesar. Muchas personas detienen su paso frente a mí, en esta singular calle Florida. Ya no pasan carruajes. Las vestimentas de los caminantes son distintas, menos señoriales. No se ven mujeres con bellos sombreros como los que usaba Clara. Hasta el lenguaje ha cambiado. Y transitan montados en unos carricoches sin caballos que meten un ruido terrible. Durante los años en que me adormecí a causa del abandono y de la tristeza, percibí apenas que todo cambiaba. Eso también me producía dolor. Yo no podía acompañar el devenir del tiempo, no podía modificar mi realidad de casa vacía y abandonada. A lo largo de las interminables noches de tantos años de mugre, ratas y soledad, aprendí a diferenciar el aliento vital de los seres humanos y el impulso imperturbable de los entes inanimados como yo. No somos iguales. Yo sufro y tiemblo como ellos, pero no lo puedo transmitir. Ellos poseen la voz, el llanto, el grito. Mis gritos son inaudibles. Por eso ansío que Tristán y el Caballero no me abandonen. Ellos perciben mis temblores aunque nada se mueva en mí. Como en una sinfonía muda, pueden oír mi música silenciosa.
Nuestra ambición es inmensa. Juntos vamos a lanzarnos a la aventura de revivir, juntos recibiremos a los nuevos moradores que aprenderán a conocerme y quizá también a amarme. ¿Cómo seré en poco tiempo más? ¿Una gran mansión como la que fui? ¿O tal vez me convertiré en un templo o en un restaurante? No comprendo las palabras con las que me planean y me diseñan los arquitectos. Sólo sé que son muchos y que traen obreros que preparan olorosos asados en mis entrañas y gritan con desvergüenza a las mujeres que pasan. Eso no sucedía en mi primer nacimiento. Claro que aquellas señoras no enseñaban las pantorrillas sin pudor como las que hoy avanzan sin dignarse responder. Ni siquiera se ruborizan. El mundo debe de haber cambiado mucho durante mi letargo. Multitudes que enarbolan banderas cruzan por delante de mí entonando cánticos. Parecen exasperados. Los obreros comentan y a veces salen a unirse a los vociferantes. Esta antigua calle Florida está mucho más viva, más bulliciosa que antes. De noche se encienden las luces de los escaparates, nadie se retira temprano como antaño. Pegan enormes carteles de papel sobre la empalizada de madera que oculta mis cimientos. La gente se detiene ante ellos, lee lo que dice y discute con calor.

Han terminado de construir los sótanos que constituyen la base de mi nueva arquitectura. Son extensos y vacíos. Según he oído decir, servirán para los coches. ¿Cómo es posible que sea necesario tanto espacio para ellos? ¿Cómo sobrevivirán los caballos sin luz y sin aire? Ahora que lo pienso, hace tiempo que no veo caballos. Ya no piafan y relinchan por Florida esos magníficos troncos que me fascinaban, uncidos a los carruajes brillantes que yo veía acercarse, y de los que descendían mujeres hermosas y hombres importantes, muchos de los cuales entraban en mí. Eran parientes y amigos del senador y de Clara. Debo de estar muy vieja y deliro. Hace mucho, muchísimo tiempo que eso no sucede. El mundo ha cambiado, sin duda, pero nadie me lo comunicó. Me han creído muerta.

Empezó al fin la construcción. Atónitos e inmóviles, Tristán y el Caballero, acurrucados en un rincón de mi conservado reducto, son testigos de la velocidad con que emergen pequeños cuadrados idénticos que conforman lo que será mi nueva personalidad. Yo no protesto. Quiero vivir. Quiero volver a ser, no importa bajo qué aspecto. Seré lo que quieran que sea, y ni una palabra de protesta saldrá de mí. Cuando uno ha estado al borde de la muerte, cuando se ha asomado a la Nada, descubre lo vacuo de las formas, lo insignificante de la materia. Pertenecer al grupo de lo vivo es lo único que cuenta. Adorados acompañantes míos, no seáis presuntuosos ni exigentes. Conformaos con tener un sitio seguro donde permanecer hasta que, si cabe, una nueva envoltura carnal os convierta en personas. Entonces olvidaréis el estado fantasmal y la vida se encargará de empujaros hacia quién sabe qué andanzas, qué aventuras, qué peripecias.

Doce pisos han construido. Poco a poco he ido impregnándome de esos cuadrados mezquinos que constituyen mi ser. Me extiendo hacia arriba como buscando el cielo, se llenan mis entrañas de increíbles ladrillos huecos, livianos e incapaces de impedir que los sonidos vayan de un lado a otro como una armonía descompaginada. Desde el primer piso se oye todo lo que los obreros vociferan en el último. ¿Nadie va a tener secretos en esta casa? Los habitantes tendrán que murmurar para no ser oídos. Dormirán tan cerca unos de otros que sus ronquidos se confundirán. No obstante todo eso, soy feliz. Vivo, trepido, me estremezco.

Se acerca la hora del nuevo comienzo. Han quitado la empalizada. Mil luces destellan en mis angostas callejuelas interiores. Jaulas que penden de una maraña de cables llevan y traen a las personas desde el sótano a la azotea. No parecen tener miedo a pesar de que cuelgan sobre el abismo. Jesús, qué temeridad. Hasta ríen y charlan mientras aprietan botones que ponen en marcha esos temibles artefactos. Tristán y el Caballero se atrevieron, estrujados sus corazones de temor, la noche última. "Debemos saber qué se siente", y yo, aterrada, observé cómo mis dos queridos fantasmas iniciaban una ascensión hasta la cima donde permanecieron horas, boquiabiertos, admirando desde las alturas la maravillosa ciudad que yo ya había descubierto poco a poco, a medida que mis paredes iban trepando como si intentaran alcanzar una nube. No querían descender. Tuve que ordenarles que volviesen a su lugar. Lo hicieron, malhumorados, por no desacatarme. 
Fui inaugurada con gran pompa. Un obispo asperjó agua bendita ante mi puerta de entrada. Nuevos moradores y muchos curiosos me recorrieron. Ese mismo día algunos vinieron a vivir en mí. Alzaron escasos y feísimos muebles por mis escaleras angostas. Comprendí que ya nunca más nadie me alhajaría como antes, cuando las pertenencias de mi familia fueron poblando los salones y las visitas se regocijaban al ver tanta hermosura y tanta madera noble. Los nuevos habitantes ya no tienen tapices de Aubusson ni chimeneas de mármol. En los salones sólo cabe una mesa ínfima, tal vez cuatro sillas, algún sofá pequeño. Hasta las camas son estrechas. En las cocinas armarios de hierro pintados de blanco esconden los alimentos que son consumidos con rapidez, casi sin preparación. Parece haber prisa. Ya nadie se detiene a mirarme con admiración. Sin embargo, estoy contenta con mis vidrios que dejan pasar a raudales la luz del sol. Mi nueva piel es alegre. Jóvenes inquietos me habitan. Un hálito de jovialidad me circunda. La vida nueva late armoniosamente en mis entrañas.

Algo mágico sucedió. Primero fue Tristán. Una tarde descendió por la caja eléctrica que llaman ascensor con una expresión diferente. Sus ojos destellaban. Observé con estupor que su figura iba perdiendo la transparencia de su estado fantasmal. Nos habló, a mí y al Caballero. 
--Creo que me he enamoradodijo, y su voz denotaba emoción.
--Vamos, cuéntanoslo apremió el Caballero.
--Es algo muy fuerte que no conocía, algo que se percibe con el corazón. Debo concentrarme para que no se diluya, para lograr la vitalidad que necesito. Sé que voy a lograrlo. Un impulso poderoso se ha instalado en mí.
Conmovidos, mudos, lo vimos apretar los puños y refugiarse en un rincón del sótano de donde no se movió hasta el día siguiente. Cuando amaneció y el resplandor del sol se coló por todos mis rincones, Tristán se levantó con una apariencia nueva, radiante, prodigiosamente distinta. Era un hombre. Había logrado la corporeidad. Al advertirlo lanzó un grito de alegría y corrió hacia arriba, hasta una de las moradas del séptimo piso. Llena de curiosidad seguí sus movimientos. El Caballero también había subido detrás de él. Tristán golpeó la puerta. Una joven linda, de rizos castaños, le abrió enseguida y se estrecharon en un abrazo. La puerta se cerró detrás de sus figuras trémulas. Vi cómo el Caballero secaba sus ojos mojados en lágrimas de emoción.
--Él lo ha conseguido. Yo también debo hacerloexclamó con énfasis.
Desde entonces Tristán vive encerrado entre las cuatro paredes de esa morada del séptimo piso. Por discreción no he querido espiarlo. Que disfrute por todo lo que no lo hizo antes. Debo frenar al Caballero que continuamente quiere ir a visitarlo.
--Déjalo ser feliz, se lo merecelo reprendo--. No debemos perturbarlo.
A regañadientes el Caballero se contiene. Está celoso, se lo noto en los gestos y en las palabras. Tiene intenciones que no me resultan claras. Habla mucho consigo mismo, en un soliloquio incomprensible. Me apena que no me tome por interlocutora, pero debo respetar su ansiedad. Él también quiere un cuerpo, una aventura de amor. Lleva largas centurias sin apasionarse.
Hace tres noches, estupefacta, vi desaparecer al Caballero. Me invadió una profunda pena y un miedo intolerable. Él jamás se había alejado ni por un instante de entre mis muros. Comprendí cuán desesperado estaba. Temblorosa de dolor, me estremecí hasta el llanto. Mis paredes nuevas lloraron gotas saladas, desconocidas. Cuánto amaba yo a mis viejos habitantes, jirones de mis entrañas que me abandonaban para ir detrás de otros amores. Lloré de celos y de tristeza. Me retorcí de rabia impotente, rogué en voz queda, supliqué. Si me hubiese sido dado poder ponerme de rodillas, lo habría hecho sin vergüenza. Pero mi mole de cemento permaneció impávida ante los ojos de los transeúntes que todo lo ignoraban. Qué pueden saber ellos de viejas pasiones que atesoro bajo mi caparazón recién erigido.
Pocas noches después, él volvió. Casi irreconocible, trajeado a la moderna, dueño de un cuerpo sólido, desterrado ya el translúcido fantasma de tiempos idos. Displicente y altanero cruzó el umbral de mi puerta de calle del brazo de una hermosa mujer que llevaba un tapado de piel. Ni bien entró, me dirigió un guiño y una sonrisa. Toda mi estructura vibró de felicidad. Subieron por las escaleras hasta el primer piso y se internaron en la oscuridad de una morada. Radiante de alegría, contuve mis ímpetus en aras de la discreción que siempre me caracterizó. Tampoco a ellos los espié.
Ignoro cómo lo logró. Su voluntad traspasó los límites de lo imposible. Se proveyó de un cuerpo sano y de una vitalidad envidiable. No es fiel como Tristán, hombre de una sola mujer. Mi viejo Caballero cambia de acompañante como de camisa, inesperado picaflor que busca recuperar el tiempo perdido. Lo veo entrar y salir con rubias y morenas, me aquieto, contengo la respiración para escuchar sus protestas de amor que me hacen sonreír y espero su guiño cómplice que nunca deja de dirigirme.
Los tres nos hemos amalgamado en un futuro que algún día creímos inalcanzable. Existimos. Somos parte de ese futuro que nos ha sido otorgado a fuerza de imponer la voluntad sobre los designios de destrucción y fracaso.
Aleluya, mis amigos. Yo, La Casa, los bendigo.




A  M.M.L.
En homenaje y memoria

Macedonio

(Nota publicada en la revista Plaza Mayor en 1997)
Por Socorro González Guerrico


"Pocos, pero algunos, mueren no vencidos" (Macedonio Fernández)

No lo cubrió la gloria ni lo rozó la fortuna. Sus pertenencias, el último día de su vida, cabían en una bandeja. Pero su impronta quedó en las letras argentinas para siempre, de la mano de Marechal, de Borges, de Scalabrini Ortiz y tantos otros, sus discípulos y amigos que lo seguían adondequiera que fuese.

Lo escuchaban deslumbrados, encandilados por su inteligencia superior, su lucidez y su verba simple que solía llegar a profundidades insospechadas. Él era el maestro aunque no se lo propusiera. Ellos, los jóvenes valores literarios del siglo XX. Con muchos más años a cuestas había nacido en 1874, como Lugones. Macedonio les despertaba admiración y afecto. Reían con sus salidas humorísticas, se asombraban de su modestia y de su desapego hacia todo lo que no fuese esencial.
Macedonio era abogado, pero no ejerció durante mucho tiempo. Fue fiscal y juez subrogante en Posadas desde 1908 hasta 1912. De vuelta en Buenos Aires tuvo un bufete en la Avenida de Mayo, pero la muerte de su joven mujer, Elena de Obieta, en 1920, lo trastornó tanto que a partir de entonces abandonó la abogacía y se dedicó a su profunda vocación, las letras. "Amor se fue./ Mientras duró/de todo hizo placer./Cuando se fue/nada dejó que no doliera". Curiosamente, escribía pero no publicaba. Su humildad lo llevaba, con seguridad, a rechazar que sus ideas y escritos se convirtieran en libros. Garabateaba en cuadernos, hojas sueltas y hasta en servilletas de papel y no le daba a todo esto la menor importancia.
Cuando Elena, Elena Bellamuerte, la llamría en un poemario, murió dejándole cuatro hijos pequeños, su desolación lo llevó a aceptar que fuesen criados por tías y abuelas, mujeres ejemplares y cariñosas. Velaba por sus niños, los visitaba a menudo, pero no rehizo su hogar. Las costumbres de la época no facilitaban una nueva unión para un viudo con hijos.
Y comenzó una nueva vida de soledad, de mala salud, de despojarse de lo terrenal. La literatura y el pensamiento fueron su refugio. En 1928, casi contra su voluntad, sus amigos publicaron No toda es vigilia la de los ojos abiertos. Antes había escrito dos novelas que no vieron la luz hasta muchos años más tarde, dos libros iconoclastas, irrespetuosos de la ortodoxia y de la tradición, libres como el espíritu de su genial autor: Adriana Buenos Aires, "última novela mala", y El Museo de la Novela de La Eterna, "primera novela buena", experiencias literarias irrepetibles. Salvo James Joyce, con Ulyses, y mucho antes Laurence Sterne con Tristram Shandy, nadie se animó a burlarse tan abiertamente de la narrativa formal.
Pero Macedonio era implacable consigo mismo, hasta el punto de considerar al cesto de papeles el mejor aliado de la buena literatura: "Oh canasto, bienhechor de las letras, el arte, el pensamiento, noble y gran coautor".
Adolfo de Obieta tiene 84 años, muchos de los cuales dedicó a rescatar, descifrar y editar la obra de su padre. En noviembre de 1996 recibió un premio del gobierno indio que por primera vez fue otorgado a un americano, el Jamnalal Bajaj International Award, por "promoción de los valores ghandianos fuera de la India": "Soy abogado, perimido, manifiesta. Casi nunca ejercí. Escribo también, pero tengo mucha obra inédita. Estudios sobre profecías, poemas (Genealogía Solar), ensayos sobre Alberdi, que abominaba, como Ghandi, de toda guerra, un libro sobre temas sociológicos, ¿Terrores del año 2000?
Colaboré muchos años en La Prensa, La Nación, La Capital, de Rosario, y La Gaceta, de Tucumán".
Ascético, casi espartano, Adolfo de Obieta, que adoptó el apellido de su madre como seudónimo, vive en el centro de Buenos Aires en un departamento tan austero como los recuerdos de su padre que lo rodean. Sólo conserva manuscritos y, en las paredes, algún dibujo amarillento que honra su memoria. "Macedonio tuvo pocos bienes, no le interesaban las riquezas ni la figuración. Tampoco traía el pasado al presente. Estaba completamente absorbido por la problemática del ser, la metafísica, la sociedad de su tiempo. Yo también creo que lo que importa es estar atento al presente. No se puede modificar el pasado. Los que viven en estado de memoria, se agotan". "Una de las cosas más lindas que escuché decir a Borges acerca de mi padre es que tenía el don de hacer elevar el nivel de sus interlocutores. Iba a lo mejor, despertaba la chispa divina de todos, sea cual fuere su condición, la inteligencia profunda aunque se tratara de alguien ignorante. Macedonio afirmaba que aprendía de todos. Una cocinera le enseñaba los detalles químicos de la cocina, un peón de campo, secretos de la vida humana y de la vida animal. Se sentía agradecido a ellos, a sus valores. Tenía también afinidad de alma espontánea con el pensamiento oriental. No por ser un erudito en esos temas sino por intuición".
"Pasaba largas temporadas en La Verde, una chacra de Pilar que pertenecía a sus amigos Sáenz Valiente. Otras veces vivía en pensiones, siempre friolento, abrigándose hasta con papeles de diario y abrazando la pava con el agua caliente para el mate a modo de calentador. Mi padre era delgadísimo y sostenía que le faltaba el abrigo que la grasa les brinda a las demás personas. Se curaba de sus males con calor. Estudiaba qué temperatura se necesitaba para obtener alivio en cada enfermedad. Se abrigaba para conseguir ese calor. Descubrió algo que llamó 'sensación-guía', que consiste en estar muy atento y escuchar al cuerpo que, según sostenía, sabe y elige lo que le viene bien y rechaza lo que le viene mal. Comía cuando tenía hambre y dormía cuando sentía sueño, sin atenerse a horarios. Experimentaba con su propio cuerpo, lástima que cuando descubrió esto ya era tarde, su organismo había padecido la usura de los desarreglos y la falta de respeto a la naturaleza. Una de sus teorías afirma que cada célula tiene en potencia expansión indefinida. Si no crece más es porque no se le dan la temperatura, el agua, el sol, la región ideal. Si así fuese, su crecimiento sería infinito".
Esta inquietante teoría macedoniana está reflejada en un cuento, "El zapallo que se hizo Cosmos" (Cuento del Crecimiento), en su libro Papeles de Recienvenido. La ironía y el sentido del humor atraviesan las páginas de Macedonio y sobrevuelan su obra para burlarse de todo y de todos. "¿A cuántos premios conseguidos y embolsados se es poeta?pregunta. ¿Con cuántos 'empleos' o 'cargos' ya se es patriota? ¿Con cuántos diplomas ya se nos debe creer sabedores de lo ignorado por los diplomadores? ¿Un millón de pesos es ya la honradez". En una crítica literaria sentenció: "Este libro viene a llenar un gran vacío, con otro". Los signos exteriores provocaban su ironía: "No hay melena que no mistifique".
"Mi padre, dice Adolfo de Obieta, era espontáneamente original. Sus reacciones, sus sentimientos, sus juicios, eran siempre distintos a los de los demás. No pagaba tributo al 'deber hacer'. Todo lo convencional, lo que pasa por ser verdades absolutas y no son más que trivialidades que el tiempo cambia, no tenía para él ningún valor".
Por esas cosas de la fama, pocos se acuerdan hoy de Macedonio Fernández. Vayan estas líneas como desagravio a su personalidad, a su talento inigualable, a su argentinidad incólume.

El último Aleph

Borges lo prefiguró, lo anticipó. El Aleph existe. Es ese punto infinito del espacio cósmico donde está todo lo que compone el universo, en forma íntegra, simultánea, sincrónica.

A Borges le fue revelado este secreto-él mismo aseveró-en un viejo sótano de la calle Garay,  por un personaje surgido de su mente y de su pluma,   Carlos Argentino Daneri, quien del Aleph mucho sabía y mucho hablaba. Sus razones habrá tenido Borges para crear un personaje tan grotesco, charlatán y petulante como Carlos Argentino ( no quiero pensar en una metáfora alusiva al "argentino medio"), pero lo cierto es que dicho personaje le fue infinitamente útil. 
Adolfo Bioy Casares, en "La invención de Morel", anticipó la todopoderosa y ubicua televisión. Como él, Borges  también profetizó: 
"Entonces vi el Aleph"..."Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena"..."vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré,
porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo".
El escritor no lo supo tal vez, aunque en 1986, fecha de su muerte, ya el Aleph existía. No había tomado aún la envergadura de delirio universal ni era   todavía  convocadora de todos los poderes y de toda la sabiduría fragmentada y rumiada del tercer milenio. Pero sí, la Internet ya existía.

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Socorro González Guerrico

La úlima isla

(Publicado en la revista First Nº 127, abril 1997).
Por Socorro González Guerrico.


Hacía mucho calor ese atardecer del viernes 18 de febrero de 1938 cuando usted, Leopoldo Lugones, bajó de la "Egea", la lancha de pasajeros que acababa de atracar en el muelle del recreo "El Tropezón", en una isla del Paraná de las Palmas. 


Venía como fulminado por un rayo, arrugado su traje, en la mano el sombrero con que se echaba aire mientras atisbaba a través de sus lentes. Su mirada penetrante reparó en la modesta serenidad del lugar. Era eso precisamente lo que estaba buscando. Cuando pisó el muelle, un niño de ocho años se le acercó y le mostró una lata. "Si quiere pescar, yo tengo carnada", le dijo. "¿Cómo te llamás? preguntó usted. "Manuel Berisso, el patrón es mi tío". Entonces usted le acarició la mejilla y caminó hasta la galería. Luisito Giúdici, el hijo del dueño, lo atendió. "Necesito una habitación fresca, con sábanas bien estiradas. No me siento bien, debo de estar insolado". "Sí, señor, enseguida". Y lo guió por el corredor. No podía imaginar Luisito que esa habitación, la más fresca de todas, nunca más sería ocupada por nadie. Antes de cerrar la puerta, usted se volvió y dijo: "Avíseme cuando esté la cena. Voy a salir a caminar un poco, a tomar aire". "La quinta es suya", le contestó Luisito, como a todos los huéspedes.

Leopoldo Lugones había nacido en Villa María del Río Seco, Córdoba, en 1874. Aprendió de su madre las primeras letras y desde entonces se entregó a un ejercicio de la lectura verdaderamente devorador. Recibió una educación esmerada y su genio se manifestó muy temprano. A los dieciocho años escribió y recitó en el teatro Rivera Indarte un profético poema, "Los mundos", de estilo vibrante y nervioso que recuerda a Rubén Darío. Sedujo y deslumbró. Ya profesaba entonces las ideas socialistas que sostuvo durante su juventud. Poco después bajó a Buenos Aires, con una carta de recomendación de Carlos Romagosa para Mariano de Vedia, director de "Tribuna". Así empezó su carrera periodística. Con José Ingenieros fundó un diario político, virulento como pocos, "La Montaña". A los veintitrés años publicó su primer libro de poemas, "Las montañas del oro", uno de cuyos primeros lectores fue precisamente Rubén Darío, ya para entonces su buen amigo.
Este libro, producto de una gran inteligencia, revela una solidísima cultura adquirida ya a esa temprana edad gracias a la lectura metódica y a un talento innato. Es tan rica su interpretación de la condición humana y de la libertad del espíritu, tan magistral su riqueza lingüística, que asombra y prefigura la personalidad única de este argentino que osciló siempre entre la vida cristiana y el paganismo, la vanguardia y el tradicionalismo, la admiración y apoyo a la revolución del 30 y la enemistad con el militarismo. Denostaba la conquista española en América pero se enorgullecía de los blasones de sus ancestros conquistadores. Le interesaba indagar acerca del pasado aborigen de los primigenios habitantes de nuestra tierra mientras era amado y aplaudido por la aristocracia liberal de ascendencia europea. Daba constantes muestras de complejidad en sus libros, donde mostraba su dominio completo de las técnicas literarias y su profundo conocimiento de innumerables temas.
En todos sus textos, metafórica o directamente, se refirió a la muerte premeditada y por mano propia. Ya en 1896 había escrito: "Gritar contra el suicidio, cuando él es la más alta expresión de la conciencia del Yo, es perder inútilmente el tiempo. A las causas es donde debe irse. Y las causas, mejor dicho la causa, es la inquietud". Aludía a la depresión, a la que prefirió llamar  "la terrible inquietud, la terrible enfermedad moderna que nos conduce a dejar todo inconcluso en la tristeza de un esfuerzo sin objeto.  Componemos, a la verdad, un mundo de aislados".
Dejando de lado interpretaciones esotéricas sugeridas por sus propios versos y su búsqueda de lo trascendental a través de la masonería, a la que adhirió en uno de sus muchos revoloteos intelectuales, sólo cabe la conjetura frente a su impredecible muerte en aquel lejano rincón del Delta.
En una carta personal escribió una confesión: "Mi soledad consistió en una permanente incomprensión, de la cual jamás me quejé tampoco, sostenido acaso por lo que parecía ser ya nada más que una dolorosa, irrealizable esperanza".
En otra carta a una amiga, admitió que su vida "pendió muchas veces sobre el abismo...y más de una vez estuve ya dentro de la gran sombra, puesta la mano en el cerrojo para abrir las puertas de la Eternidad".
Sobre el final de su vida, al preguntársele el porqué de su regreso a las creencias religiosas, su respuesta fue: "Me hallé ante la nada y retrocedí".

En "El Tropezón" usted, Lugones, pidió un whisky a don Luis Giúdici, el patrón, y caminó pausadamente hacia el fondo, donde estaban cortando madera. Llevaba un frasco en la mano, "hombre prevenido", había pensado la señora de Giúdici al observarlo, "se ha traído la sal de frutas". No pudo continuar el paseo porque el puente que atravesaba el riacho estaba levantado para que pasara la canoa que transportaba la madera. Usted se sentó sobre uno de los pilotes de quebracho que sostenían el tablón del puente e intentó abrir el frasco que llevaba en la mano. Al no conseguirlo, lo golpeó contra el pilote. Logró quebrar el pico que quedó allí, en el suelo, para que la policía lo encontrara después y reconstruyera los hechos. Volvió a su habitación sin que nadie lo viera. 
A la hora de la cena lo llamaron. Usted no contestó. Lo buscaron por el jardín, por el muelle. Nada. "Prendan los tres motores, iluminen todo", ordenó Giúdici, "en algún lado tiene que estar". Se encendieron las luces, incluso las guirnaldas que circundaban el recreo. "Voy a ir yo a ver", se impacientó don Luis, y entró en el cuarto. Se acercó a la cama y la movió. Su cuerpo cayó al suelo, Lugones. Estaba enredado en la sábana, entre la cama y la pared. Había tomado el cianuro. Luisito Giúdici sacó la lancha y fue a Carabelas a buscar a la policía.

Un pasajero que había llegado con usted en la "Egea", un nombre adecuado para la embarcación que llevó en su último viaje a quien tanto escribió sobre Grecia, narró de esta manera sus impresiones: "Sentado frente a mí venía un señor maduro. Al llegar al recreo lo perdí de vista pero al anochecer, cuando nos reunimos frente a la galería, pude verlo nuevamente allí abajo, de frente al río, ensimismado, inmóvil...Estaba contemplando su último ocaso. Era una silueta negra, tristísima, que se recortaba en el paisaje del Paraná". Después agrega: "Todos fuimos, horas más tarde, a la habitación del extraño huésped. Cuando me asomé ya habían encendido la luz y vi al anciano triste de la lancha, con el rostro violáceo, apoyado contra la pared, caído entre ésta y una cama. En la mesa de noche, un vaso y varios sobres. De su chaleco sobresalía una gran medalla de oro. El viejo Giúdici se acercó a leer sus inscripciones y nos dijo con voz grave: 'Es Leopoldo Lugones'. A medianoche, a la luz pobre de un par de lanchas, vi desfilar a tres policías marítimos cargando un cuerpo envuelto en una frazada. La lancha se fue distanciando y toda la isla quedó silenciosa, muy silenciosa..."

Enrique Loncán, otro suicida, expresó ante su muerte que "la Patria recogió la impresión de un enorme sol que se iba apagando sobre el horizonte". Ezequiel Martínez Estrada había escrito: "Tenía ante mí a un hombre de otros siglos. No era como todos y quien yo consideré entonces como alguien de carne y hueso, era simplemente la forma engañosa de un ser sobrenatural". Lisandro Galtier sostuvo que "era un iniciado. Arrimarse a hombres como él era como arrimarse a un secreto repositorio de sabiduría y de purificación. Tuvo la fuerza de vivir y de morir como un enigma".

En "El Tropezón", hoy, quedan pocos de los que vivieron la tragedia. Manuel Berisso, aquel chico de ocho años que lo recibió ofreciéndole una lata de lombrices para pescar, ahora administra y dirige el recreo. Recuerda: "Mi tía decidió que la pieza no se tocara. Está tal cual desde entonces, con los mismos muebles, las mismas colchas, todo igual. Sólo se limpia y se pinta. No sé porqué lo hicimos, pero no por lucro. Nunca lucramos con la pieza de Lugones. Al contrario. Vienen contingentes de turistas que utilizan agua que a nosotros nos cuesta. Son curiosos que piden ver la habitación y se van. Sólo algunos llegan para reverenciar la memoria de ese hombre que eligió este lugar para morir". En la carta que dejó decía: "No puedo terminar la historia de Roca. Basta. Pido que me sepulten en la tierra sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohibo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de mis actos".

Usted mismo se definió, Lugones, cuando al regreso de su tercer viaje a Europa dijo: "Sépase que vuelvo como me fui, racionalista y personal, desordenado y levantisco. Tengo, como siempre, la condición del viento y no me ocupo del polvo que levanto al pasar...Vuelvo como partí, excesivo, imprudente, impertinente, contradictorio y desagradable".
¿Qué causas convergieron en su muerte? ¿ La inquietud, la presencia de un gran amor prohibido o imposible, el temor a la vejez, a la decrepitud? ¿Miedo al abismo cósmico y desconocido? Eligió enfrentarse solo de toda soledad al Gran Enigma. Su secreto, como todos los secretos, le pertenece. También la melancolía, la pesadumbre ominosa de sus propios versos:

Y como enturbiada espuma,
una idea triste va
emergiendo de su bruma:
¡Qué mohosa está la pluma!
¡La pluma no escribe ya!

El encargo

(El Ateneo, 2010)

Fragmento del capítulo 1


Después de un largo devenir, interminable y tedioso, llegué a Tierra con el alma vacía e impoluta, pero decidido a llevar a cabo la comisión hasta sus últimas consecuencias. No calculé ni podía saber hasta qué punto el hecho de tener sentimientos humanos me perturbaría y ocasionaría penas y dolores. Y la historia fue así:

Aterricé (no se me ocurre otro término para definir mi llegada) súbitamente en un barrio elegante de la ciudad de Buenos Aires, en la Argentina, en el confín de Sudamérica, hemisferio occidental, una de las regiones en las que viven numerosísimas mujeres evolucionadas que me dieron material de estudio más que suficiente para mi trabajo. Ni qué decir que todo esto es un secreto absoluto, no podré jamás revelar nada hasta que el tiempo se cumpla y yo esté preparado para ser devuelto a nuestra dimensión, una vez logrado el objetivo. Allí no contamos el tiempo mediante relojes, ni meses, ni días, así que deberé aprender a transcurrir del modo en que lo hacen los habitantes de este mundo. De manera sencilla y fácil empecé a tratar a dos mujeres que me llamaron la atención apenas llegué. Eran muy lindas, amigas evidentemente, que parloteaban sobre los más triviales asuntos  sentadas a una mesa, en medio de un café repleto de gente, cerca de inmensos árboles para mí desconocidos. Me gusta la naturaleza de este planeta. Árboles, flores y pastos enmarcan casi todas las construcciones, edificios, caminos y cursos de agua.

Batalla sin victoria (capítulo)

Capítulo 6

Benedicta
Los recuerdos vuelan de un año a otro, de una etapa a otra, discontinuos y apresurados. A veces confundo y encimo las épocas y las circunstancias que marcaron la huella sutil de una infancia difícil. Era larga la infancia. A los quince años nos consideraban todavía criaturas sin raciocinio, sin opinión propia. Recién a los diecisiete cumplidos papá me permitió hablar en la mesa sin haber sido interrogada. Durante toda la niñez sólo se conversó sobre lo que papá quería. Nada lograba quebrar ese rigor. Montones de preguntas quedaban dentro de nosotros como misterios. Buscábamos respuestas en diccionarios, a escondidas. Otras veces recurríamos a la escasa instrucción de Amanda y de Fidel. Hasta interrogábamos a nuestro confesor. Hambrientos de saber rastreábamos como perdigueros frases eróticas, fotos prohibidas, chismes de los mayores susurrados con medias palabras. Los varones tenían sus métodos para hacer averiguaciones. Damasia y yo disponíamos de menores posibilidades. Cuando preguntábamos, todos parecían sordos y mudos. La abuela Corina, aunque no tan estricta como papá, también consideraba que conocer los secretos de la vida no era cosa de niños.
A pesar de la vigilancia y de las prohibiciones sucedían hechos no recomendables. Los varones Ruiz de Torre tenían pocos escrúpulos. A menudo nos hacían desvestir a Damasia y a mí para estudiar nuestra anatomía y para toquetearnos un poco.
Y no sólo eso. Una noche de verano en La Escondida, de esas noches de ventanas abiertas y brisa suave, Prudencio entró en mi dormitorio y con un dedo sobre los labios me impuso silencio. Se deslizó a mi lado en la cama y empezó una serie de movimientos desconocidos y aterradores con la mano, en su cuerpo y en el mío. Grité desaforada pidiendo auxilio. Me tapó la boca. Lo mordí con todas mis fuerzas, me prendí de su pelo y tiré hasta quedarme con mechones entre los dedos.
--Callate, imbécil susurró. No grités que nos va a oír papá. 
--Volá de mi cuarto, degenerado.
--No seas guacha. Quedate quieta.
--Si no te vas ya mismo, estrello la lámpara contra la pared. Va a venir todo el mundo, pedazo de asqueroso.
Se levantó de un salto, murmuró no sé qué horrible amenaza y se fue. Me quedé sola, llorando de horror.
Al día siguiente le conté todo a Damasia. Fuimos juntas a enfrentarlo.
--No sé de qué estás hablando aseguró el caradura. Seguro que soñaste.
--Yo no soñé. Estaba bien despierta contesté indignada.
--¡Octavio! Vení, escuchá lo que dice esta cretina.
Octavio oyó con atención mi relato y sentenció:
--Estabas soñando.
Con brusquedad tomé la mano de Prudencio para buscar las huellas de mis dientes, pero me soltó una cachetada.
--Desaparezcan las dos ordenó con voz amenazadora.
Obedecimos. No nos quedaba otro remedio. Desde entonces, he intentado creer en ese sueño.

Batalla sin victoria

(Dunken, 2002)
(Síntesis de la novela)

Los cuatro hermanos Ruiz de Torre, nietos de una poderosa terrateniente que los malcría a lo largo de sus vidas y atiende a todos sus caprichos sin exigirles nada, vuelven a la vieja estancia familiar y deciden escribir la historia de la familia. Cada cual narra a su manera las vicisitudes, aventuras y contratiempos que les reservó la vida. Ya son mayores, pero no han logrado consolidar matrimonios estables ni han tenido hijos. Sus actividades, salvo una excepción (Benedicta) fueron por completo frívolas e inconsistentes. En sus escritos se critican mutuamente y cada uno ofrece su particular visión de los hechos. Muerta la abuela generosa y aglutinante, los cuatro deciden, en una especie de pacto, permanecer en la seguridad del campo heredado. Huyen del mundo que perciben amenazador. 

Batalla sin victoria completa una trilogía que desnuda, con mirada severa y crítica aunque no exenta de cariño, la condición soberbia, errada y perdedora de la clase alta porteña.