sábado, 22 de noviembre de 2014

"Obstinación" (otro final para "La Casa", homenaje a Manuel Mujica Láinez)

OBSTINACIÓN Socorro González Guerrico “Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día. Ahora mismo me arrancan los escalones de mármol, pulidos, que antes, al darles encíma el sol a través de los cristales de la claraboya, se iluminaban como una boca joven que sonríe. Siento terribles dolores cuando los brutos esos andan por mis cuartos con sus hierros, golpeando las paredes. Dolor y vergüenza. Me avergüenzo de que me vean así, mugrienta, sórdida, de que todo el mundo me vea así desde la calle, con sólo asomarse al vestíbulo donde ya no hay puerta y a los boquetes abiertos bajo los balcones sin persianas”. (“La Casa”, Manuel Mujica Láinez) Yo, La Casa, he decidido no morir. En el último de mis estertores, doblegada de dolor a causa de la piqueta brutal que derrumba mis paredes, he convocado a Tristán y al Caballero para que juntos impulsemos esta resurrección. Ansío volver a cobijar seres animados, latientes. Tristán y el Caballero, mis fantasmas, moraron en mí durante décadas. Me amaban, por eso se quedaron. Confiaban en que una vida ulterior les permitiría reencarnarse. Su transcurrir no ha sido feliz. Se han aburrido mucho. Dormían días, meses enteros. Por eso no pueden, como yo, dar testimonio de todo lo que aquí aconteció. Tristán era muy joven cuando se tronchó su existencia terrenal. Ha sido siempre un fantasma apegado e inquieto que no cesaba de preguntarse por qué su hermano Paco lo habría empujado al vacío desde el balcón aquella noche. ¿Quizá Paco lo deseaba espíritu? ¿O estaba jugando y creyó que él, Tristán, volaría como las aves? El Caballero, enigmático espectro, erguido en su elegancia de siglos pasados, está quizá más compenetrado de su condición fantasmal. Es más reflexivo, más leve que Tristán. Respondieron de inmediato, con esperanza. Ellos también quieren vivir. Con su fuerza y con la mía unidas me atrincheré en mi último reducto, una pieza del sótano tan bien construida, con ladrillos tan sólidos y bien amalgamados que mis verdugos, piqueta en mano, no consiguieron demoler. En medio del clamor por mis terribles dolores, exhorté a Tristán y al Caballero a resistir en este confín helado y maloliente lleno de ratas y de desperdicios que me avergonzaron durante estos años de abandono. Con el aliento de ellos dos, endurecí mis tendones de cemento y comprimí mis nervaduras de hierro en un angustioso y desesperado intento por no capitular. Tristán, mi niño predilecto, el habitante más bello que jamás moró en mí, espesó su apariencia casi neblinosa, rechinó los dientes jóvenes con rabia de rebelde y apoyó sus puños sobre la pared húmeda de mi último vestigio. El Caballero miró alrededor y tendió los brazos como si quisiera también apuntalar. Hablamos. Por primera vez hablamos como amigos, supe de sus angustias, de su resignación, de su temor de no reencarnarse. --Cuatro siglos llevo en este estado—dijo el Caballero, y me sorprendió su voz profunda--. Yo era escribiente del Adelantado. En este lugar hubo una habitación humilde, de adobe y paja, donde amé a una mujer india. Eran los tiempos fundacionales. Ella parió a mi hijo en medio de fortísimos dolores, durante una noche tempestuosa. El niño no sobrevivió, ella tampoco. Corrí desesperado a buscar ayuda pero la fuerza de la tormenta era tal que me enceguecí y caí en un zanjón lleno de agua, un hueco horrible que me atrapó para ahogarme. Me convertí en espíritu y desde entonces he rondado este lugar. Asistí al crecimiento de esta ciudad recostada sobre un río por el que llegué un día a bordo de una nave que ostentaba la bandera de una poderosa nación: España, mi España natal. Nunca quise abandonar este espacio donde debió vivir mi hijo y donde reposan sus huesos, sus pequeñitos huesos que no conocieron el goce de existir. Después, mucho después, creció usted, La Casa. Observé asombrado las medidas extensas de los planos que los arquitectos de levita oscura adaptaron a este terreno y me dije: en esta enorme mansión va a haber niños, si no, ¿para qué tantas habitaciones? Aquí me quedaré para ver crecer a esos niños más afortunados que el mío. Y así fue. Vi—y usted también vio—parir a Clara y esponjarse de orgullo a don Francisco el senador, asistimos al nacimiento de Paco, Gustavo, Tristán y Benjamín. Fuimos testigos de sus vidas atribuladas, de sus escasas alegrías. Sólo Tristán, con su muerte temprana, permaneció incólume en su pureza. Aquí está. Aquí nos hemos quedado. Yo escuchaba absorta las palabras del Caballero. Nunca imaginé tan triste historia. El siempre mantuvo una sonrisa tenue durante los largos años en que me acompañó. Tristán también habló. --Somos la savia de esta casa. Mi familia la construyó, la vivió, la hizo perdurar. A pesar de las tristezas, los odios y las pasiones que aquí ocurrieron, debemos permanecer para memoria del futuro. Porque en cada resquicio, en el aire cambiante y voluble que nos rodea, existe la memoria de las cosas idas. Hay huellas, señales inmanentes que en la nueva construcción imprimirán la historia de lo que pasó. Alguien tiene que mantener encendida esa antorcha. En los cimientos nuevos inyectaremos el espíritu de los que pasaron. Transida de emoción, yo lo escuchaba. Un sordo repiquetear de pasos nos sobresaltó. Eran los alarifes. Midieron y discutieron. Después de largos cabildeos y de una vigilia interminable, una voz de mando sentenció: “Puede quedar. Para qué vamos a demoler ese sótano tan sólido que, al fin y al cabo, puede albergar la bomba de agua”. El Caballero y Tristán lanzaron un grito de alegría. Alargaron sus manos y acariciaron mis pobres paredes deterioradas, este residuo empecinado de mi antigua envergadura. Lloramos de júbilo los tres. Ya no existen ni mis bellas pinturas italianas ni mis balcones graciosos y elegantes. Hace mucho que murió la esbelta palmera del jardín. Se remataron los muebles firmados, los tapices de Beauvais, las estatuas de mármol, la platería. Quién sabe adónde habrán ido a parar los exóticos muebles del cuarto japonés de Clara, mi dueña, mi loca y radiante patrona. Después de la piqueta, manos amistosas levantarán, ladrillo a ladrillo, una nueva construcción. Otras vidas anidarán en mí. Como brotes de septiembre nacerán nuevos ámbitos, estallarán risas y caerán lágrimas. Todo recomienza. Siento ya el hálito del cemento fresco en mis entrañas. Tristán, no te alejes de mí ni un instante. Tú, mi Caballero pálido y misterioso, dame la mano. Somos el futuro y el pasado. Una luz esperanzada nos alumbra. Han empezado a construirme. Toneladas de encofrados se elevan sin cesar. En esta singular calle Florida ya no pasan carruajes. Las vestimentas de los caminantes son distintas, menos señoriales. No se ven mujeres con bellos sombreros como los que usaba Clara. Y transitan montados en unos carricoches sin caballos que meten un ruido terrible. Durante los años en que me adormecí a causa del abandono y la tristeza, percibí apenas que todo cambiaba. A lo largo de las interminables noches de tantos años de mugre, ratas y soledad, aprendí a diferenciar el aliento vital de los seres humanos y el impulso imperturbable de los entes inanimados como yo. No somos iguales. Yo sufro y tiemblo como ellos, pero no lo puedo transmitir. Ellos poseen el llanto, la voz, el grito. Mis gritos son inaudibles. Por eso ansío que Tristán y el Caballero no me abandonen. Ellos perciben mis temblores aunque nada se mueva en mí. Como en una sinfonía muda, pueden oír mi música silenciosa. ¿Cómo seré en poco tiempo más? ¿Una gran mansión como la que fui? ¿O tal vez me convertiré en un templo o en un restaurante? No comprendo las palabras con las que me planean y me diseñan los arquitectos. Sólo sé que son muchos y que traen obreros que preparan olorosos asados en mis entrañas y gritan con desvergüenza a las mujeres que pasan. Eso no sucedía en mi primer nacimiento. Claro que aquellas señoras no enseñaban las pantorrillas sin pudor como las que ahora avanzan sin dignarse responder. Ni siquiera se ruborizan. El mundo debe de haber cambiado mucho durante mi letargo. Esta antigua calle Florida está mucho más viva, más bulliciosa que antes. Han terminado de construir los sótanos que constituyen la base de mi nueva arquitectura. Son extensos y vacíos. Según he oído decir, servirán para los coches. ¿Cómo es posible que sea necesario tanto espacio para ellos? ¿Cómo sobrevivirán los caballos sin luz y sin aire? Ahora que lo pienso, hace tiempo que no veo caballos. Ya no piafan y relinchan por Florida esos magníficos troncos uncidos a los carruajes brillantes que yo veía acercarse, y de los que descendían mujeres hermosas y hombres importantes, muchos de los cuales entraban en mí. Eran parientes y amigos del senador y de Clara. Debo de estar muy vieja y deliro. Hace mucho, muchísimo tiempo que eso no sucede. El mundo ha cambiado, sin duda, pero nadie me lo comunicó. Me han creído muerta. Empezó al fin la construcción. Atónitos e inmóviles, Tristán y el Caballero, acurrucados en un rincón de mi conservado reducto, son testigos de la velocidad con que emergen pequeños cuadrados idénticos que conforman lo que será mi nueva personalidad. Yo no protesto. Quiero vivir. Quiero volver a ser, no importa bajo qué aspecto. Cuando uno ha estado al borde de la muerte, cuando se ha asomado a la Nada, descubre lo vacuo de las formas, lo insignificante de la materia. Adorados acompañantes míos, no seáis presuntuosos ni exigentes. Conformaos con tener un sitio seguro donde permanecer hasta que, si cabe, una nueva envoltura carnal os convierta en personas. Entonces olvidaréis el estado fantasmal y la vida se encargará de empujaros hacia quién sabe qué andanzas, qué peripecias. Doce pisos han construido. Poco a poco he ido impregnándome de esos cuadrados mezquinos que constituyen mi ser. Me extiendo hacia arriba como buscando el cielo, se llenan mis entrañas de increíbles ladrillos huecos, livianos e incapaces de impedir que los sonidos vayan de un lado a otro como una armonía descompaginada. Desde el primer piso se oye todo lo que los obreros vociferan en el último. ¿Nadie va a tener secretos en esta casa? Dormirán tan cerca unos de otros que sus ronquidos se confundirán. No obstante todo eso, soy feliz. Vivo, trepido, me estremezco. Se acerca la hora del nuevo comienzo. Han quitado la empalizada. Mil luces destellan en mis angostas callejuelas interiores. Jaulas que penden de una maraña de cables llevan y traen a las personas desde el sótano a la azotea. No parecen tener miedo a pesar de que cuelgan sobre el abismo. Hasta ríen y charlan mientras aprietan botones que ponen en marcha esos temibles artefactos. Tristán y el Caballero se atrevieron, estrujados sus corazones de temor, la noche última. “Debemos saber qué se siente”, y yo, aterrada, observé cómo mis dos queridos fantasmas iniciaban una ascensión hasta la cima donde permanecieron horas, boquiabiertos, admirando desde las alturas la maravillosa ciudad que yo ya había descubierto poco a poco, a medida que mis paredes iban trepando como si intentaran alcanzar una nube. Fui inaugurada con gran pompa. Un obispo asperjó agua bendita ante mi puerta de entrada. Nuevos moradores y muchos curiosos me recorrieron. Ese mismo día algunos vinieron a vivir en mí. Alzaron escasos y feísimos muebles por mis escaleras angostas. Comprendí que ya nunca más nadie me alhajaría como antes. Los nuevos habitantes ya no tienen tapices de Aubusson ni chimeneas de mármol. En los salones sólo cabe una mesa ínfima, algún sofá pequeño. Armarios de hierro pintados de blanco, en las cocinas, esconden los alimentos que son consumidos con rapidez. Parece haber prisa. Ya nadie se detiene a mirarme con admiración. Sin embargo, estoy contenta con mis vidrios que dejan pasar a raudales la luz del sol. Mi nueva piel es alegre. Jóvenes inquietos me habitan. La vida nueva late armoniosamente en mis entrañas. Algo mágico sucedió. Primero fue Tristán. Una tarde descendió por la caja eléctrica que llaman ascensor con una expresión diferente. Sus ojos destellaban. Observé con estupor que su figura iba perdiendo la transparencia de su estado fantasmal. Nos habló, a mí y al Caballero. --Creo que me he enamorado—dijo, y su voz denotaba emoción. --Vamos, cuéntanos—lo apremió el Caballero. --Es algo muy fuerte que no conocía, algo que se percibe con el corazón. Un impulso poderoso se ha instalado en mí. Conmovidos, mudos, lo vimos apretar los puños y refugiarse en un rincón del sótano de donde no se movió hasta el día siguiente. Cuando amaneció y el resplandor del sol se coló por todos los rincones, Tristán se levantó con una apariencia nueva, radiante, prodigiosamente distinta. Era un hombre. Había logrado la corporeidad. Al advertirlo lanzó un grito de alegría y corrió hacia arriba, hasta una de las moradas del séptimo piso. Llenos de curiosidad seguimos sus movimientos. Tristán golpeó la puerta. Una joven linda, de rizos castaños, le abrió enseguida y se estrecharon en un abrazo. La puerta se cerró detrás de sus figuras trémulas. Vi cómo el Caballero secaba sus ojos llenos de lágrimas de emoción. --El lo ha conseguido. Yo también debo hacerlo—exclamó con énfasis. Desde entonces Tristán vive encerrado entre las cuatro paredes de esa morada del séptimo piso. Por discreción no he querido espiarlo. Que disfrute por todo lo que no lo hizo antes. Debo frenar al Caballero que continuamente quiere ir a visitarlo. --Déjalo ser feliz, se lo merece—lo reprendo—. No debemos perturbarlo. A regañadientes el Caballero se contiene, pero habla mucho consigo mismo en un soliloquio incomprensible. El también quiere un cuerpo, una aventura de amor. Lleva largas centurias sin apasionarse. Hace tres noches, estupefacta, vi desaparecer al Caballero. Me invadió un miedo intolerable. El jamás se había alejado ni por un instante de entre mis muros. Comprendí cuán desesperado estaba. Temblorosa de dolor, me estremecí hasta el llanto. Mis paredes nuevas lloraron gotas saladas, desconocidas. Cuánto amaba yo a mis viejos habitantes, jirones de mis entrañas que me abandonaban para ir detrás de otros amores. Lloré de celos y de tristeza. Mi mole de cemento permaneció impávida ante los ojos de los transeúntes que todo lo ignoraban. Qué pueden saber ellos de viejas pasiones. Pocas noches después, él volvió. Casi irreconocible, trajeado a la moderna, dueño de un cuerpo sólido, desterrado ya el translúcido fantasma de tiempos idos. Displicente y altanero cruzó mi umbral del brazo de una hermosa mujer. Ni bien entró, me dirigió un guiño y una sonrisa. Toda mi estructura vibró de felicidad. Subieron por las escaleras hasta el primer piso y se internaron en la oscuridad de una vivienda. Radiante de alegría, contuve mis ímpetus en aras de la discreción que siempre me caracterizó. Tampoco a ellos los espié. Ignoro cómo lo logró. Su voluntad traspasó los límites de lo imposible. Se proveyó de un cuerpo sano y de una vitalidad envidiable. No es fiel como Tristán, hombre de una sola mujer. Mi viejo Caballero cambia de acompañante como de camisa, inesperado picaflor que busca recuperar el tiempo perdido. Nunca deja de dirigirme su guiño cómplice. Los tres nos hemos amalgamado en un futuro que algún día creímos inalcanzable. Existimos. Nos ha sido otorgado el futuro a fuerza de imponer la voluntad por sobre los designios de destrucción y fracaso. Aleluya, mis amigos. Yo, La Casa, los bendigo. A Manuel Mujica Láinez, en homenaje y memoria.

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